miércoles, 26 de marzo de 2014

Ladrones con capucha a mi...


Thief es un producto revenido que el jugador de aventura no se traga. Muy aburridos hemos de estar para ocuparnos durante horas de un descarado intertexto, pongámoslo en términos literarios, nutrido de referencias ya gastadas. Nada que no hayamos visto en Assassins Creed, Dishonored, los Batman modernos, hasta remontarnos a Metal Gear, padre honorífico del sigilo o las andanzas de Sam Fisher.

Hay dos tipos de jugador, como todos sabemos, el casual y el hardcore que prefiero traducir o interpretar mejor como intenso. Los que formamos parte de este último bloque somos los más exigentes con el producto, somos los lectores que no leerán a Dan Brown o a Ken Follet, porque sencillamente nos toman el pelo y nos roban un tiempo que no merece ser malgastado habiendo tanto y tan bueno esperando a ser descubierto. Somos de placer lento antes que de éxtasis presuroso. Queremos masticar despacio y beber como los pájaros, a sorbos y no a tragos. Vivir la experiencia completa del deleite estético, a ser posible en la lectura, el cine, el arte en general y por supuesto en los videojuegos, la última de sus formas.

Y a nosotros no nos van a embaucar con este ladroncillo, Garreth, trasunto de los asesinos de Ubisoft, discípulo del gremio de ladrones de Tamriel, hijo de Bruce Lee en The Crow o protoBatman. No nos la cuelan con los poderes de percepción que arruinan la experiencia de sumergirnos con una ilusión de coherencia en otro mundo, maldito el día que se inventó el dichoso sexto sentido.

La ciudad donde transcurren las correrías de este héroe despersonalizado a base de tanta personalización prestada, es la previsible y demandada. El pseudo Londres de la bruma y la niebla que además facilita el trabajo a los diseñadores ahorrándose dolores de cabeza con el incómodo horizonte. Ahí tenemos el manido eco de White Chapel y su célebre asesino, para que añadir más.

Sí valoro el modo en que Dishonored trató este escenario con originalidad y una dirección artística notable y fresca, introduciendo la plaga, el tirano, los uniformes de botones dorados, las sombras y las espadas. Ahora bien, en los videojuegos de experiencia inmersiva la originalidad es un valor capital, porque los que nos acercamos a ellos buscamos vivir en sus mundos, en sus ciudades y bosques, y esa vivencia debe ser única, no en vano deseamos invertir cientos de horas en las tierras baldías, las metrópolis cyberpunk o entre unas ruinas mayas. Dishonored llegó vio y venció, y el que venga detrás que proponga otra cosa.

Cuando nos mudamos al mundo siguiente, una vez exprimido el anterior, buscamos algo nuevo, algo más. Esto es lo que no me sucede y mi problema con el presente juego de Eidos, con este Thief. Encuentro en él demasiados deja vu, en cuanto al diseño del personaje, la trama con sus conspiraciones, sociedades secretas, y esas localizaciones que sabemos que se nos van a presentar tarde o temprano, el burdel envuelto en humos de opio, la incineradora siniestra, el  vestusto pub, la capilla abandonada o la guarida en la torre del reloj con el omnipresente cuervo y la rata. No hay emoción ni sorpresa porque es justo lo que esperamos encontrar.

Echo de menos desarrolladores valientes y no acomodados. Los tipos de Rockstar se atrevieron con un Western a lo Sergio Leone o con personajes como Trevor en una metrópolis brillantemente viva y apabullante. Hay que tener amor por el juego y por la experiencia del jugador para llevar esas ideas adelante.

El juego de fuerte componente narrativo fluctúa entre el cine y la literatura de ficción, palabras mayores son ésas, y traspasa la dimensión del receptor pasivo para hacerlo autor y partícipe. No podemos entonces contentarnos con esto; las posibilidades temáticas son infinitas, que no se conformen con la recurrencia facilona a los cuatro lugares comunes de siempre. Todos los conocemos ya, a saber, mundo postapocalíptico, medievo con o sin dragones, ciudad steampunk, ciudad neovictoriana, bases militares. Desgraciadamente poco más se me ocurre. La criticada saga de los asesinos de Ubisoft al menos se atrevió con los viajes en el tiempo y ha sido una deliciosa maestra de arquitectura para muchos, ha hecho de infinidad de aficionados al juego yanquis en la corte del Rey Arturo. Claro que el hecho de que sean mundos abierto ayuda a compensar y restar peso al grado de innovación de los elementos ficcionales.

El problema de juegos como Thief es, y concluyo, que nos plantea lo de siempre y lo hace además atándonos con una linealidad enmascarada en un supuesto escenario por explorar. El resultado es una perversa mezcla de un tímido mundo abierto falso y la estructura guiada de la campaña individual del shooter bélico de turno.
Queremos algo más, y queremos otra cosa.

miércoles, 15 de enero de 2014

Elogio de la sombra



El de Junichirô Tanizaki es un ensayo clásico de estética que debe leerse para comprender mejor o al menos aproximarse algo al universo de sensualismo y sutilezas de las que en Occidente carecemos y que aún hoy forman parte de la idiosincrasia nipona.
Tanizaki expone con brillantez y agudeza los argumentos para su apología de la sombra, de la penumbra, de la luz si se quiere indirecta. La sombra y la captación de su misterio, el poder del contraste que evocan los claroscuros son examinados con verdadero amor y refinamiento, echando mano de una sinestesia que todo lo pervade, donde la sombra reina para deleitar los cinco sentidos, como el gran eje sensorial que dicta el placer de un buen plato servido en la semioscuridad, la opacidad de los materiales o el silencio de los rincones.

Establece a su vez una exposición contrastiva con la perspectiva occidental de la luz, pues en ésta es la luz la gran aliada de la belleza. Esto echa a perder la sutileza, la poética de la insinuación, incluso el erotismo, claro está. Razón no le falta.

El librito se nos presenta como un viaje entre penumbras por el interior del hogar japonés tradicional y su arquitectura, por los objetos cotidianos de la cocina, los trajes típicos del teatro nô y se acaba volcando hacia un ataque feroz contra la iluminación eléctrica, tóxica, grosera, porque destruye el hechizo, altera la armonía. Se impone estridente, vulgar.

Todo, obviamente, mediante una deliciosa atención al detalle y un análisis lúcido. Ellos, los antepasados de Tanizaki, veían más allá, leían entre las líneas de la luz y la oscuridad, parecían adoptar un albinismo existencial, alejados del brillo, protegidos del sol.

Tal vez nos falta detenermos a gozar del silencio, a todos nos falta, y también ser capaces de ampliar nuestra sensibilidad a aquello que nos rodea y sin embargo obviamos por la prisa, por el destello de lo inmediato, por el brillo. Pantallas más brillantes, de colores más estridentes nos esperan, nos lo han prometido, ventanas virtuales que nos teletransportan a la estupidez de las pseudorelaciones humanas en las bien llamadas redes sociales, porque redes son y peces somos, cautivos en ellas.

Un momento de sombra, por favor.

lunes, 22 de abril de 2013

Nuevos aires para la fantasía

   
  
    Las novelas de fantasía de hoy son una patata. Un género tan explotado por la misma vía, la de Tolkien o Rowling, acaba por desecarse hasta ser un producto precocinado, previsible como cualquier tortilla de patatas del súper, sin apenas cebolla y muy lejos de esas que preparaban nuestras madres y abuelas. En este caso, tanto reino, tantas razas de elfos, enanos, orcos y humanos repetidos una y otra vez han acabado por devaluar esta literatura. Un cliché estirado que ya es un tormento, estira que te estira como solía gastárselas el Santo Oficio con sus herejes.
    Qué pensaría Tolkien de todo esto, del maltrato que llevan sufriendo sus personajes, resucitados y replicados en interminables sagas, trilogías y tetralogías. Su Sauron encarnado en cientos de tiranos de medio pelo, su Mordor rebautizado en mil nombres que acaban en "or" por escritores cuya único mérito ha sido alcanzar la fama por el atajo del padre de los hobbits. Tolkien abrió las puertas del éxito y por ellas se han colado las hordas mercenarias de los autores de bestseller, entendido éste como el más vendido, independientemente de su valor propio como obra literaria.
    Como es lógico, existen las excepciones que confirman la regla, y por esa puerta de los buscadores de oro también pasan autores que merecen algo más la pena.
    En ocasiones contadas, la patata tiene sabor, como la propuesta de Patrick Rothfuss en su trilogía Cronología del asesino de reyes, que, a falta del tercer volumen, aporta frescura al podrido mundo de las novelas de fantasía actuales.
    Partamos de que Rothfuss ha sido y es jugador de rol con todo lo que ello implica. El rolero de toda la vida es ese tipo que no se separa de su grupo de roleros amigos, para quien las larguísimas partidas no concluyen nunca, pues al encontrarlo en el ascensor o en la pizzería sigue actuando o hablando como el personaje que lleva años construyendo, puliendo hechizo arriba hechizo abajo. Un denominador común, siento decirlo, es la pesadez y la petulancia de muchos de estos roleros. Esto se debe a que el éxito del jugador pasa por la labia, la astucia y la determinación; vamos, que el tío más listo, manipulador y zalamero es el que incorporará la mejor arma o conjuro a su patrimonio.
    Y ahora imaginemos al rolero Patrick escribiendo un novela. Tan difícil no lo tiene. Crear a un personaje que ha de crecer y evolucionar desde el ingenio y el perfeccionamiento de sus habilidades, como cualquier rol de tablero o de videojuego. Esto aporta la frescura a la que hice referencia pues el discurso que se plasma en las novelas es sólido, los personajes mantienen conversaciones de espesor digno, ingeniosas, divertidas, muy por encima del nivel visto en las obras afines. Y el héroe de estas crónicas es de manera muy clara el rol que maneja el autor, es su personaje que salta del tablero a las páginas, la proyección de este barbudo novelista de éxito.
    Personaje éste, Kvothe, antipático para muchos lectores, en los que me incluyo, por su insufrible perfección humana y sobrehumana. No sólo el muchachito huérfano es muy largo de entendederas y encima petulante sino que además se revela como un campeón del catre o la hera, según se tercie. Todo un macho ibérico. Está claro que muchos lectores, sobre todo masculinos, no perdonarán este dechado de virtudes. Sin embargo la lectura, a pesar de incorporar un personaje algo pobre de matices, es amena y funciona, Kvothe al margen.
    El motivo de esto, un aspecto básico, y el acierto, es el acertado equilibrio logrado entre los reinos de lo real y lo fantástico. Rothfuss, muy listo, sabe bien que el peso de la fantasía no debe exceder demasiado la representación de lo que llamamos real, porque entonces creas un monstruo que coquetea con el absurdo o, peor aún, con el humor, ambos no buscados. Esto sólo cuaja si eres muy bueno, como Tolkien, Lewis o la mismísima J.K. Rowling. Pero hete aquí que lo bueno abunda poco, que en eso está la gracia.
    Por eso el inverosímil adolescente precoz que asesina reyes, se lleva al huerto a lo más granado de aquellos reinos y toca el lute como los mismísimos ángeles, entra con calzador, pero entra, en el mundo ideado por Rothfuss. Ese mundo es el nuestro y se cocina a fuego lento para que comprobemos y reconozcamos nuestras tabernas o las farras estudiantiles -borracheras incluidas- al detalle. Aquí reside la clave para que universo del Asesino de reyes parezca vivo, porque el autor puso todo el empeño en una detenida y pormenorizada descripción de escenas costumbristas, en poner color local a la Mancomunidad, que así se llama el territorio por el que campea Kvothe.
    Tengo decidido leerme la tercera novela, sin esperar nada del otro jueves. No se trata de satisfacer ningún placer estético, que poco hay, pero sí de pasar buenos ratos con unas historias que se desmarcan lo suficiente de la cochambre fantástica que nos desborda. Los que estamos sedientos de sueños se lo agradecemos.        

miércoles, 10 de abril de 2013

Érase un hombre a una nariz despegado



    Pocos apéndices han triunfado en literatura como el nasal. Así a vuelapluma me vienen a la nariz, permítaseme la gracia, el hombre a su nariz pegado de Quevedo, el dotadísimo olfato del Jean-Baptiste Grenouille de Patrick Süskind, y la primera nariz con la que todos nos topamos en la infancia, la de Pinocho.
    Sin embargo, el primer puesto en mi corazón lo ocupa la insolente napia del señor Kovaliov, el desnasado protagonista del relato "La nariz" de Nikolai Gogol, por dos razones, la primera extraliteraria; porque ya moraba esta historia en el corazón de mi novia y me niego a perder la oportunidad de olisquear en él; la segunda, literaria, porque es una narración maravillosa.
    Si no la ha leído, recomiendo que no trate, en una primera aproximación, de desglosar las capas de crítica social para construir teorías sobre el uso de la sátira contra la burocracia rusa. En cambio yo me pondría en el papel de un censor estúpido al que van a engañar a carcajadas mientras le cuelan un laxante en la sopa, o en el de un niño, esos individuos aún no "educastrados", bendita su suerte, para simplemente reír, porque, cuándo fue la última vez que rió con un libro en las manos, y no digo sonreir sino, para que me entiendan, partirse el culo.
    En otras palabras, sería conveniente desprendernos del corsé de las prótesis analíticas y las preconcepciones de manual de crítica literaria para tirarnos a esta piscina de narices y sin flotador.
    Pues no pierda el tiempo y conozca la absurda historia de este desnarigado Grigor Samsa de San Petersburgo, o Scrooge eslavo, para quien el destino ha preparado una faena de las más sonadas al mofarse de paso de las vanidades y los humos de esos señoritos funcionarios. Desde el primer chapuzón le inundará el color local y popular de la vieja Rusia en un chiste contínuo que no se extingue en ningún momento. Por lo tanto, "La nariz" ha de leerse de un tirón, como se huele una flor ¿Acaso un chiste se pospone?
    Sin lugar a dudas, una obra maestra absoluta de la literatura y del incomprendido y complejo ámbito de lo jocoso. Imprescindible tanto si usted tiene "buenas relaciones" como si no. Pregunten a Kovailov por esto último.
       

lunes, 8 de abril de 2013

El primer chupasangres romántico




El Vampiro no es una gran obra de ficción, pero sí es un relato especial por el contexto en que se gestó, durante aquel verano en que coincidieron en Villa Diodati Lord Byron y el matrimonio Shelley, y con ellos John Polidori, autor menor de esta obra y médico de Byron, que supo aprovechar aquello del tiempo y el lugar justos. Y por mucho que no nos encandile, este relato gótico nos lleva a pensar en las noches de verano de 1816, en el noble caserón y un fuego, y en la lectura en voz alta de las obras que nacieron como un ejercicio creativo.

No obstante, si bien el estilo es inconsistente, la caracterización de los personajes chata y el ritmo narrativo fallido, El Vampiro tiene el mérito de ser la historia fundacional de un personaje arquetípico muy vigente en nuestros días, el del vampiro romántico.

Y es de esta obra de donde bebe Bram Stoker, por lo que es justo reivindicar al bueno de John por crear nada menos que un icono que se ha ido encarnando como el conde Drácula, Nosferatu, el Lestat de Rice o incluso en trofeo de caza para nada menos que Buffy, el azote vampírico de nuestros días, ejem…

Insisto en que su valor literario es escaso, pero el esbozo del monstruo de la alta sociedad, refinado y perverso, perseguidor de muchachas inocentes y succionador de sangre y de alegrías, es tan potente, la idea es tan brillante, que ha llegado hasta nosotros más viva que nunca.

El encanto de la bestia seductora con poderes psíquicos y una fuerza sobrehumana nació en Villa Diodati, y eso compensa las carencias de una obra que, sólo por este hito cultural que supone el nacimiento de un arquetipo, merece una lectura.

Concluyo sugiriendo que dicha lectura se haga se haga en voz alta, a la luz de las velas, al calor del hogar, que ponga la tonada de un violín solitario, que llueva, que truene, y que contrate a una institutriz melancólica que le acompañe sentada en una mecedora desvencijada.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Roma somos nosotros

El mosaico de pompeya

Por fin un libro de historia ameno, de verdad. Después de infinidad de manuales, tratados que nos prometen un enfoque sencillo y gratificante, introducciones a ésta y a aquélla civilización o imperio, después de "tropecientas" aproximaciones y compendios, de breves historias de aquí y allá, nos topamos con Eslava Galán y su Roma de los Césares, quien, desde mi punto de vista es el que mejor ha logrado el milagro de hacer un libro de historia  tan entretenido y apasionante como copiosamente documentado. Y digo apasionante porque destila pasión y amor por el tema, la tan traída y llevada Roma imperial. El lector moderno necesita de autores así, con un instinto formidable y un entusiasmo contagioso; con la virtud de saber exactamente cómo encandilarnos y llevarnos de la mano por la enmarañada historia romana con sabiduría, humor y un estilo irresistible.
Quisiera destacar esto último. El autor hace gala de un español vivo y profundo, elegante y seductor, salpicando las páginas de anécdotas y citas geniales de los maestros latinos, fundamentalmente de Séneca, Marcial, Horacio, Cicerón, Juvenal y Julio César. Nos prepara Eslava Galán una ensalada deliciosa, inspirada donde no falta ingrediente ni aderezo, y los mezcla de manera que no hay comensal que pueda rresisitirse a tan esplendoroso bocado. 
El problema es que, como todo buen plato, se acaba, y nos deja con ganas de más. Y el segundo problema es que los últimos bocados son los mejores, como en las buenas ensaladas, cuando el aceite se concentra en la lechuga y en los restos de tomate y olivas. El capítulo final del libro, si bien es previsible, es justo el que anhelamos, el que nos recuerda que Roma somos nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, y, sobre todo, lo somos por pasión. Si el lector disfruta de esta ensalada mediterránea y la hace suya podrá decir con orgullo que "Roma soy yo". Nosotros somos Roma, qué delicia volver a emocionarse en esta melancólica mirada atrás ¿Acaso hay alguna que no lo sea?

lunes, 18 de marzo de 2013

Luciérnagas para la eternidad

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Supongo que no será muy difícil dar con personas que hayan visto la película de animación japonesa La tumba de las luciérnagas, sobre todo si os movéis en el mundo del anime y la cultura pop japonesa. Y bastantes menos habréis leído la excepcional novela corta de Akiyuki Nosaka. Por favor, conseguidla ya.

 Recordaréis la bien cruda historia de dos hermanos que mal sobreviven a los bombardeos atómicos que sufrió Japón en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Y se os habrán quedado en la memoria los dulces personajes del Studio Ghibli  - el Disney oriental, perdóname Miyazaki-, castigados por los más terribles afecciones dermatológicas, irritaciones y supuraciones varias. El inocente y reconocible dibujo de Marco o Heidi hecho unos zorros ¿Os imagináis esto en el mundo Disney? 

Se retrata el horror y la bestialidad de la guerra desde sus consecuencias, desde sus víctimas, y eso tiene un precio que el espectador paga, por ver lo que somos, lo que hicimos y lo que seguimos haciendo, lo que nos avergüenza como sociedad y como especie. Una obra maestra de la animación que no debería perderse nadie y que podrían atreverse a poner en los colegios para que los niños se enteren de que la guerra de verdad no es el Call of Duty.

El paso siguiente es conseguir el libro de Nosaka y disfrutarlo. Es una inquietante muestra de cómo puede transmitirse el dolor más desgarrado, la barbarie, en belleza, en un logro estético delicado, capaz de hacernos disfrutar de pasajes de lirismo intenso, con toda la contención y la intensidad propias del estilo impresionista japonés, donde pinceladas de ternura se dan la mano con brochazos de sangre y vómito. Y por encima de esa ambigua convivencia del dolor, de la inocencia y lo hermoso, el revoloteo de las luciérnagas, eternas, que es la única, pero poderosa, metáfora de la esperanza a la que podemos asirnos en nuestro viaje al infierno de la guerra.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Sobre Dioses, Tumbas y Sabios


El ensayo de Ceram (1949) nos traslada a esa infancia anterior a internet, donde todo nos lo contaban en la tele o los libros pero que, en todo caso, no encontrábamos con un clic del entonces nonato ratón, cuando la wikipedia era una ristra de volúmenes que llamábamos enciclopedia.
 Entonces todavía existía la emoción del descubrimiento, había niños que querían ser arqueólogos, zoólogos o paleontólogos; por el misterio, por la falta de medios tecnológicos que hacía de los investigadores de antaño aventureros y en muchos casos héroes, hombres más libres incluso sin la tiranía de los gadgets electrónicos de hoy. Hombres de carne y hueso, sin las prótesis de Apple adheridas a su cuerpo. Individuos que sudaban  y perseguían ideales, que se abrían paso con machete, pico y pala. Aquellos arqueólogos y aquellos niños que soñaban con ser Indiana Jones en mis años mozos. Ése es el mundo que Dioses, tumbas y sabios nos devuelve.
Es un baño de nostalgia y una punzada honda la que puedes sufrir, lector, al recorrer las historias de los pioneros que desenterraban tumbas y profanaban cámaras del tesoro. Maldiciones, oro a los pies de los sarcófagos, sabiduría en bibliotecas sepultadas por una arena más implacable que el olvido o el fanatismo religioso, todo esto en las páginas de una obra preciosa, ya que debemos atesorarla, protegerla de este mundo y no perder de vista lo que fuimos, y lo que fueron los niños lectores victorianos que leyeron La isla del tesoro, los niños que hacían uso de la imaginación, esa cosa de antes.
Ceram realiza un homenaje entrañable a los héroes que tenían un sueño y lo cumplieron, sin radares, submarinos a control remoto ni computadoras; los arqueólogos que hicieron posible para el hombre moderno la resurrección de Pompeya, Troya , el Valle de los Reyes o Tikal, los últimos románticos.

miércoles, 27 de febrero de 2013

El tamaño importa


El amplio colectivo de lectores devotos de la ciencia ficción tienen a Matheson como uno de sus gurúes predilectos, si bien El increíble hombre menguante no recibe la misma querencia que otras de sus obras. Las nuevas generaciones sobre todo han adoptado Soy leyenda como estandarte de su corpus narrativo. Aquella del hombre menguante era la historia del individuo que es víctima de un desafortunado accidente químico cuya consecuencia es la mengua progresiva de su volumen corporal hasta reducirlo a un ser microscópico.
Es una novela entretenida y bien escrita, cargada de aventuras en miniatura, con una incansable villana, la araña del garaje que persigue implacable al mini héroe. Pero esto no es lo que más nos llama la atención en pleno siglo ventiuno sino otras dimensiones de la obra que parecen haber sido olvidadas y que, a nuestro entender, conservan una vigencia que no deja lugar a dudas. Hay una manera muy sencilla de deducir qué aspectos son éstos, simplemente cotejando la novela con su adaptación cinematográfica y fijándonos en los pasajes eliminados. Hablamos, claro está, de censura, y de la censura de toda la vida, la que atañe a la sexualidad en tanto en cuanto ésta se atreve a presentarse abiertamente como tema, como problema.
Matheson no se conforma con el relato convencional de las aventuras fantásticas en un contexto insólito; quiere llegar mucho más lejos y, desgraciadamente, casi todo el mundo sólo  recuerda la historia aquélla del hombrecito que lo pasó fatal como liliputiense por accidente.
Es inevitable aquí mencionar al inefable Gulliver y a los usos que su creador hizo de las proporciones físicas para sacar así las muy ácidas críticas no sólo a la sociedad del XVIII sino a todo el género humano.
La alteración de la percepción, de las dimensiones y las proporciones y, en definitiva, de la perspectiva al  servicio de la crítica y el análisis, le funcionó al escritor irlandés y Matheson hace exactamente lo mismo.
La tesitura de menguar y sus implicaciones ¿Qué consecuencias sociales y psicológicas acarrearía? Como es lógico, la pérdida del empleo como primer golpe y, correlativo al proceso físico, toda una serie de fracasos a nivel emocional.
La pérdida de la pareja y de las relaciones íntimas, la inversión de los roles familiares, donde la hija pequeña desprecia al que ya no ve como padre sino como un muñeco gracioso; en un plano zoológico la inversión de la cadena trófica pasando el ser humano a convertirse en presa potencial para el gato doméstico y en última instancia de la araña. Todas estas inversiones producidas durante el descenso a los infiernos, donde una vida se derrumba de manera irreversible, es el verdadero punto de atención que el autor quiere que cale en el lector.
Y es una verdadera lástima ese olvidado o falta de atención que comentábamos, porque el conflicto humano del protagonista está plasmado de manera brillante e inusual para una novela de género. Creo que volveremos a indagar en este interesante autor, que, con sólo unas pinceladas en una novela, por lo demás, bastante convencional, tiene una pinta interesante. Dicho esto con bastante ignorancia, y no, no consulto la wikipedia.

lunes, 18 de febrero de 2013

La prehistoria era kitsch


   Todos conocemos o hemos visto en las librerías de todo el mundo las novelas que integran la saga de Los hijos de la tierra. Un día u otro el primer tomo tenía que caer, por curiosidad y por el interés que una obra de ficción tan vasta en torno a nuestros ancestros cazadores de mamuts parece suscitar de antemano. Lo cierto es que comencé la primera de la serie, El clan del oso cavernario, con verdadera ilusión; y la terminé sabiendo que una y no más. En otras palabras, la obra de Auel ha supuesto una decepción casi absoluta. Y lo peor de todo es que no esperaba gran cosa, sólo pasar un rato divertido y aprender algo de antropología de paso. Esa máxima clásica del docere et delectare que tanto necesitamos en estos tiempos tan aburridos, donde el exceso acaba por atorar los sentidos y nos hace caer en unas inercias insípidas que amenazan con instalarse para siempre en nuestras vidas: facebook, google o C.S.I, aquí lo dejamos. Auel no lo consigue y os digo por qué.
El relato sigue a pies juntillas las pautas arquetípicas del héroe que tan bien nos desveló Joseph Campbel.
   El inicio nos presenta a una niña neandertal de escasos cinco años que sobrevive a un terremoto quedando huérfana a merced de una naturaleza inmisericorde. Hete aquí que la heroína habiendo sobrevivido al cataclismo, se las ingenia para prolongar su penosa existencia y en el momento cumbre de su desventura, hace frente y se libra sin apenas despeinarse del ataque de un feroz león cavernario. Fruto del encuentro le quedarán unas cicatrices por marca. Poco después la pequeña superviviente es localizada y adoptada por un grupo de otra especie humanoide, predecesora de la suya y, por lo tanto menos evolucionada. Ya tenemos unos sólidos elementos para cimentar la historia: infante huérfano, sobreviviente ante la adversidad, con marcas físicas que le distinguen y adopción donde, además, adelantando acontecimientos, tendrá mentor que habrá de instruirle en los misterios de la vida y la muerte. Y un elemento añadido a priori interesante, el encuentro de dos especies, una en pos de la extinción y la nueva en plena emergencia. No es nueva la ficcionalización de este supuesto encuentro, todavía no aclarado por la ciencia, ya lo vimos plasmado de forma magistral en The Inheritors de William Golding. Las comparaciones son odiosas, y aquí mucho más.
   Tras un buen planteamiento argumental, la ilusión de hacer sentir al lector en la época evocada decae a fuerza de mostrarse irregular, con unos interesantes y muy documentadas descripciones de las hipotéticas costumbres tribales y ritos chamánicos, el punto fuerte de la novela. El problema, uno de ellos, es el personaje principal, esa Ayla convertida en la primera abanderada del feminismo, doctora en farmacia y en sexología, no es creíble. No añado detalles que puedan hacer, como dicen los modernos, "spoiler", pero en resumidas cuentas un personaje demasiado perfecto y carismático para ser creíble. Si nos detuviéramos analizar la credibilidad histórica e incluso lógica de la heroína, daría para un buen artículo.
   Así pues, El clan del oso cavernario nos atrajo, nos aburrió y finalmente nos pareció en algunos momentos ridícula, ejemplo de una amplia documentación etnográfica y antropológica echada a perder en la ficción.

Apología de Stephen King a propósito de "La Cúpula"



    Una de las novelas más divertida que he leído nunca es sin duda La Cúpula. Y que Stephen King divierta a sus lectores no es en absoluto algo que deba sorprendernos. Probablemente el de Portland es el mayor y mejor contador de historias de los últimos cuarenta años. De ahí su interesado encasillamiento como novelista de bestsellers o historias de terror, categoría en la que los críticos y colegas de profesión le han encajonado desde el principio para alivio de la élite intelectual que en Harold Bloom, desvergonzado y dogmático creador de todo un canon occidental, ni más ni menos, encarna uno de los más furibundos detractores de King.
   A esta sarta de académicos de barrigas sobradamente saciadas, coleccionistas de doctorados y honores con nombres en latín, les incomoda sobremanera que un tipo de pueblo, sin apenas recursos en sus inicios, fanático de las películas de terror de bajo presupuesto y adicto a casi todo lo fumable y bebible, se encaramase en el panorama editorial para no bajarse hasta hoy.
    Este individuo, ya felizmente librado de todas sus adicciones menos una, su profesión, escribe mejor que ellos para provocar un efecto extremadamente complejo de lograr en literatura: verosimilitud amena. Es cierto que a esto se llega, entre cosas, mediante el uso del estilo directo, despojado de ambajes retóricos, descarnado, de frase corta, etcétera. Sí. En definitiva, nada que no hayan hecho cientos de reconocidos autores. Pongamos Hemingway, Carver o hasta Ken Follet.
   Ahora bien, llevar el relato a las cotas imaginativas alcanzadas por nuestro autor, es harina de otro costal. Entiendo que Stephen King siga siendo considerado por la rancia ortodoxia un vendedor de novelillas y se resalte ante todo su éxito comercial. Lo masivo sigue actuando de repelente para los que presumen de nadar en las aguas de la alta cultura. El suspense, el misterio, la fantasía o el terror siguen considerándose géneros bajos, valoración ésta absolutamente arbitraria y ajena al hecho literario. Contra qué se defienden los “popes” del cotarro académico, por qué este rechazo establecido y mantenido ya durante siglos. Pocos han valorado el valor LITERARIO de King, más allá de los topicazos de “mago del suspense” o “maestro del género de terror”.
   En ficción, el tejido del argumento lo es todo y aquí el es un magnífico tejedor de historias. Y los detractores lo saben, se lo tragan y se creen sus propias mentiras. Para más INRI, King vive el momento más dulce de su dilatada carrera, cosa que no todos los autores pueden decir. Ahora es mejor escritor y es endiabladamente brillante. La Cúpula está creada con un entusiasmo y una intensidad que parece increíble situarla cronológicamente en la cuarta década de su producción novelesca. Es una barbaridad, porque rebosa de frescura. Cómo lo hará, señor Bloom, a usted, padre del seudocanon, le gustaría saberlo. Cómo ser bueno y vender más. Maldita sea, ese maldito King. Aunque usted tampoco se podrá quejar.
   La Cúpula se reencuentra con los cimientos de su narrativa, la aparición repentina de lo insólito en las anodinas vidas de los pueblos aburridos del condado de Maine, ficticio enclave con fuerza análoga a los mundos creados por Faulkner, Sherwood Anderson o García Márquez entre otros. Mundo que viene cobrando vida y consistencia durante décadas y que el lector fiel de nuestro autor siente familiar y cercano, propio. La unidad y la continuidad crea lectores fieles, y en este caso, devotos.
Y King se mueve con comodidad aparente, así se muestra en el resultado final de la obra, cuando tiene que mover decenas de personajes y de tramas y subtramas paralelas a al hilo central de sus historias.
   En La Cúpula esta cuestión adquiere dimensiones mastodónticas, resueltas con una maestría a la altura. En ella se encuentra todo el universo tan reconocible de los pueblos de Maine, el microcosmos donde habitan los pilares de la sociedad norteamericana, los poderes fácticos del pueblo de calle larga, motel y café de comida rápida; la corrupción, la estupidez, la hipocresía y el fanatismo de los líderes locales, tan bien encarnados por unos personajes de construcción soberbia. Lo imposible se hace cotidiano, asumible, qué maravilla.
   Algún día volveré al otro lado de la cúpula, con los que quedaron dentro para sentir de nuevo esa sensación de quedar atrapado física y emocionalmente por una historia que a este nivel sólo parece posibley concebible en manos de un tal King.

lunes, 15 de octubre de 2012

Leed Opiniones de un Payaso

Leed Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. No es necesario que sigáis leyendo si no queréis.
Bueno, en vista de que preferís alguna otra explicación os diré que no todas las personas que se asomen a esta novela la entenderán. Y no porque no sea comprensible ni demasiado filosófica, sino porque es muy probable que la encuentren demasiado estúpida y pensarán que no hay nada que entender. El resumen es muy simple y, además, es el título. Sin embargo, el escritor es un maestro al explicar que la vida es tragicómica. Quizá por eso utiliza a un payaso, para que no tenga ninguna gracia. Cada lector aplicará sus experiencias a la novela y unos pensarán que la existencia es divertida, que merece la pena vivirla, otros creerán todo lo contrario y se suicidarán. No sé, las cosas importantes, las que no lo son, la religión, el fariseísmo, el egoísmo absoluto, el secreto, la verdad, la mentira,  todo está en la novela. Algunos escritores estadounidenses a partir del mal llamado "realismo sucio" de los 80 han intentado hacer lo mismo (pongamos Carver, Ford, etc.). Por favor, no os molestéis en buscar sus novelas.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Animal de costumbres


Casi todas las mañanas, a las 10:04 A.M. cruzo mis pasos con una señora teñida de un negro opaco, a la altura de un garage. Como esto sucede siempre, sé que soy una persona puntual, igual que ella. Vamos los dos bien de tiempo. Si me la cruzara dos manzanas antes tendría que echar un vistazo al reloj y acelerar el ritmo; y si el encuentro se produjera cien metros más delante, pensaría que se ha quedado dormida un minuto.
En este dominio de las horas al que vivimos sometidos, el reloj no es el único timonel. La máquina puede fallar en cualquier momento. Por eso, nuestro espabilado cerebro prefiere aferrarse a otros mecanismos menos precisos, aunque infalibles. Uno de ellos es el flujo cíclico de personas y animales (sus mascotas) por la calle. Nos une el tiempo de las frecuencias. En esa maquinaria exacta , los distintos elementos recorren las venas y arterias de nuestras ciudades con unos puntos de partida y destino calculados, y de este modo todo funciona como un organismo único. Las minúsculas partículas que recorremos el circuito en cuestión entablamos relaciones semejantes a las que establecen las hormigas con sus antenas.
Si no pretendemos igualarnos a los habitantes de un hormiguero será mejor que tengamos nuestras antenas bien orientadas y, sobre todo, que seamos conscientes de nuestro papel dentro y fuera del circuito. Las pobres soldado, obreras y reina no se cuestionan más allá de su papel en el colectivo. Nosotros, sin embargo, somos capaces de trascender lo profesional, nuestra misión práctica, y optar a algo más que no sea llenar el bolsillo. Eso que está al otro lado del recorrido diario de casa al trabajo y del trabajo a casa se llama personalidad y no es sencilla de conquistar o cultivar.
Para pasar de la rutina animal a la humana tenemos que ser capaces de dar ese paso, complicada cuestión para las nuevas generaciones de hombres y mujeres light que confunden su desarrollo extra-profesional exclusivamente con un ocio vacío pero muy regido por esos horarios de los que nunca conseguirán librarse.

lunes, 20 de agosto de 2012

Buenas noches, y buena suerte

El que dijo que todo el mundo tiene un talento oculto seguro que se dedicaba a vender libros de autoayuda. Lo siento pero es mentira. Lo siento por todos los que van a Operación Triunfo y lo siento por todos los que estáis frustados porque no habéis llegado a ser lo que queríais. Pero ha habido grandes personajes en la historia, completamente frustrados, que han llegado a ser genios. Por ejemplo, Van Gogh. Otros han sido grandes envidiosos también, digamos que Salieri quería ser Mozart y que Mozart murió en la indigencia, así que podemos suponer que no pretendía ser pobre. También Cervantes quería tener tanto éxito como Lope en teatro y nos imaginamos que soñaba con ser Shakespeare. Sin embargo, estas disquisiciones no nos llevan a ninguna parte.
Nuestro problema, el de la legión de treintañeros sobradamente preparados con Mactrabajos, podría llevarnos a creer que somos los jóvenes con peor suerte de la historia y que nunca llegaremos a nada. Tan solo hace falta echar otro vistazo a las vidas insulsas de grandes literatos como Melville, un simple oficinista, como también Joyce, un funcionario asqueado; por no mencionar al pobre Kafka cuya mujer lo tenía frito y escribía cosas que se definen como kafkianas, ahí es nada.
No obstante, estas otras reflexiones tampoco nos llevan a ninguna parte. Si lo que queréis es ser genios, no lo váis a conseguir porque no tiene sentido que todos los estudiantes de arquitectura quieran llegar a ser Norman Foster, y eso es tan estúpido como que todos los profesores de literatura quieran llegar a ser escritores. Será por eso que escriben “pecadillos rimados” (la definición no es mía) y deciden quién tiene talento y quién no.
A estas alturas, imagino que con vuestro talento innato habréis descubierto que mi intención es haceros ver que los mediocres también tienen derecho a vivir, a trabajar, a comer. Vamos a ver, si toda esa panda de mayo del ’68 que copa las universidades llegó a la cima de sus carreras dejando las nuestras en las ETTs, ¿por qué voy a tener que pensar que además de ser muy listos tienen que tener talento? Allá cada uno con sueños y sus vidas. Depende de cada uno ser un luchador mediocre y frustrado o un estúpido que cree tener un don. Pero cuando esta noche os acostéis con vuestra hipoteca a cuarenta años, porque queréis ser igual que los demás o mejor que algunos, sólo puedo deciros BUENAS NOCHES, Y BUENA SUERTE.

lunes, 13 de agosto de 2012

El náufrago según Eco

  
 Sobran las presentaciones, y los tópicos. Umberto Eco es la envidia de los críticos literarios, porque este distinguido erudito de Alessandria es un genuino intelectual como la copa de un pino, tocado por la varita de la brillantez. Podría equipararse a talentos como T.S. Eliot, Goethe o Unamuno, no tengo ninguna duda. Polifacético como aquéllos, destaca de manera abrumadora en los campos de la semiótica, la filosofía, la hermenéutica o la crítica literaria y algunos dirían que es un comunicólogo, vocablo absurdo éste, me parece. El hombre de letras total, este hombre culto, especie en extinción, se levanta triunfante ante el humilde lector con cada novela. Y es que no nos queda otra que la humildad ante tal derroche de sabiduría y de técnica  narrativa endiabladamente soberbia. Eco se divierte en lo que siempre he supuesto que sería un laboratorio alquímico, su despacho, donde debe de atesorar objetos y documentos de valor incalculable que de alguna manera parecen otorgarle un perenne don de  maestría. En alguno de los cajones del laboratorio ha de hallarse sin duda el contrato firmado de su propia sangre con esa vieja canalla de la sierpe. Otra explicación no encuentro después de terminar atónito y con ganas de más la última página de La isla del día de antes.
    Su maldito don creativo ideó para esta novela el clásico artificio narrativo del documento descubierto por azar que nos  propone necesariamente un narrador que reinterpreta las crónicas  escritas por otro, en época y escenarios ajenos, y, mejor todavía, a partir de unos legajos incompletos descubiertos en un navío a la deriva. He aquí lo bueno, la bendita fragmentación está servida para que el narrador saque a la loca de la casa a pasear. Que duda cabe que, tratándose el narrador de una entidad al servicio de Eco, don Umberto, una exuberante demostración de literatura, cultura, clasicismo y modernidad está asegurada. Y, por encima de todo, ese insondable y vastísimo conocimiento siempre presente, un instinto visceral y prodigioso para deleitarnos  y hacernos partícipes de un espectáculo estético difícil de experimentar hoy día con otros escritores y lecturas. Esa perversa y deliciosa mezcla de erudición y guasa que se trae el italiano, ese juego constante con el lector, al que enreda y desenreda sin causar hastío ni mareo es su patente de corso.
Tampoco el comienzo de la novela nos iba a defraudar ¿Puede haber algo mejor que este arranque?
"Soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta"
Así da inicio la crónica de Roberto de la Grive, quien, entre julio y agosto de 1643, después de un naufragio, vaga durante días en una balsa hasta encontrar una nao, la Daphne, que se encuentra en una bahía a una milla de una isla. De la isla no diré una sola palabra más, arruinaría la curiosidad del lector, y eso no, por Dios.
    Con esta presentación ya puede éste atreverse a buscarle género a la novela, aunque sabemos que con su autor las cosas no funcionan así, ni va a ser tarea sencilla. Con el paso de las páginas habremos ido modificando la primera clasificación que dio comienzo con el género de la aventura, pasó por la novela histórica, romántica, la novela de aprendizaje, el relato de espías,  se bifurcó en digresiones filosóficas y teológicas o se afianzó en la disertación de la ciencia en torno a la cartografía y la meteorología del siglo XVII. Toda una borrachera de saber para nuestras adormiladas seseras. Y no menos importante, es una novela sobre el lenguaje, ya que el empeño que Eco ha puesto en reflejar la lengua italiana del siglo XVII supone un desafío sin duda para el escritor y un tour de force más para el agradecido lector. Pero éste es otro tema del que ni tengo competencia ni dispongo del espacio que se merece.
    Dicho todo, me quedo con la capacidad enciclopédica del autor y la manera en que un desfile de saberes, ingenios, artilugios y criaturas fantásticas se va colando en la narración con una naturalidad pasmosa. Lo mismo asistimos a la detallada descripción de una máquina de crear metáforas ideada por un clérigo que, sin salir de la supuesta nao desierta, se encuentra el desorientado protagonista con un edén de plantas y animales exóticos en las mismísimas bodegas del barco.
    El relato abruma en su exuberancia, pero, sobre todo divierte y nos obliga a sonreír. Es una barbaridad de nuevo lo que el genio alessandrino ha volcado en sus páginas. Espero con impaciencia descubrir los tesoros que le quedan en las otras islas-novelas, la de Baudolino, la de la Reina Llama y la de Praga. Que siga enterrando prodigios en islas y rincones maravilosos para que sus lectores podamos buscarlos  y ser felices, si es que nos lo merecemos.





viernes, 6 de julio de 2012

El viaje del Elefante, de José Saramago

Saramago debió quedar fascinado por un episodio de la historia en el que el que el rey Juan III de Portugal decide regalarle su elefante al archiduque Maximiliano de Austria aprovechando su estancia en Valladolid. La ruta seguida por el animal, su cuidador hindú y la escolta dejó Portugal rumbo a Castilla, cruzó el Mediterraneo hasta Italia y atravesó los Alpes llegando penosamente al Danubio que al fin los condujo en pos de la Viena imperial.
Tamaña odisea queda plasmada en una de las últimas novelas del escritor luso. Puesto que calificar de brillante una obra de este genial portugués es redundante y ya aburre, me limitaré a decir que es deliciosa en el sentido rotundo de la palabra, un acto poético mas, y han sido tantos...
La idea del viaje era concebida en el mismísimo real lecho de los monarcas portugueses, circunstancia que da arranque a la narración. Se inicia así un relato que, desde la intimidad del colchón, se decanta por acercarnos a aquellos seres humanos dueños de los destinos del mundo con ternura y una dulce pizca de mala uva.
Una divertida comitiva de soldados y el cornaca, el cuidador del elefante, partirá en una quijotesca marcha preñada de aventuras y humor, donde la inefable estupidez de los personajes lo salpica todo.
Porque en El viaje del elefante la estupidez humana es el tema principal, pero es tratada con bondad, simpatía y, sobre todo, con la sabia comprensión del narrador. La ignorancia delirante del hombre de Estado y la de la soldadesca, contrasta con la del mesurado y pragmático cornaca, trasunto de Sancho, claro está, sin olvidar al paquidermo, que, si hubiera alguna duda de su superior conocimiento de la vida, Salomón se llama.
Otra lección de Saramago,  otro placer.

martes, 26 de junio de 2012

Vuelven los viajes en el tiempo



   Tras terminar Cell, una de las últimas novelas de King, uno llegó a pensar que al último gran monstruo del suspense y el terror se le había cerrado el almacén donde se apilaban, interminables, nuevas historias con que sacudir el adormecido escenario de la ficción actual. Nos hemos, por fortuna, equivocado y nos ha engañado con sus últimos lanzamientos. Quisiera antes comentar mi decepción por aquella prometedora novela.
   La historia de Cell era un delirio zombie a la King, es decir, sazonada con los típicos personajes de la América profunda, los institutos de secundaria, y la fauna propia de los locales de carretera americanos y, naturalmente, toda una insaciable, torpe y lenta legión de infectados, como llaman ahora los modernos a los pobres muertos vivientes. Los móviles se tornaban en máquinas mortales, lo que nos hace recordar al coche Christine o a la Rebelión de las Máquinas del mismo autor. Y la premisa de partida parecía correcta. Con plaga apocalíptica y teorías conspiratorias, por qué no. Pues no. Con un regusto a proyecto apresurado y de guión televisivo, el resultado es un refrito de topicazos excretados sin piedad en un relato disparatado y mediocre hasta las heces.
   Dicho esto, que tan a desahogo a debido sonar, es momento de reconciliarnos con el autor, quien, parece ser que, superada aquella constipación creativa, o bien colitis, según se quiera ver, volvió por la puerta grande con dos obras brillantes. La primera de ellas, Under the Dome, calificada de soberbio novelón por una lectora de mi mas entera confianza y afinidad estética; y la última, este 11/22/63, magnífica.
   Así de primeras puede escapársele al lector esta efemérides con el fastidioso formato de fecha anglosajón. Lo ponemos en cristiano y nos queda un 22/11/63, otoño, los sesenta, y Estados Unidos. Sí, Kennedy, magnicidio en descapotable a pleno día en Dallas.
   El tan manoseado asunto del asesinato y sus infinitas teorías sobre su autoría y dimensión han hecho de este suceso histórico verdadero patio de recreo para los conspiranoicos, ese nuevo grupo de seres adictos al facebook, al google y a Milenio 3. Pues ésta no es tu novela, conspiranoico amigo.
   El gancho que me arrastró a ella no fue ni el autor, ya venía escocido de aquel engendro gore novelado, ni el tema. Fueron esos viajes en el tiempo, no hallan resistencia alguna en mi, el viajero del tiempo, el crononauta. Infalible ese gancho imantado que regresa osadísimo, desafiando a Twain, Wells y a todo los autores de medio pelo que les secundaron. 22/11/63 es la mejor ficción sobre viajes en el tiempo hasta el día de hoy, de eso no tengo duda.
   El inagotable parque temático de King, el condado de Maine, vuelve a ser punto de partida para lo insólito. Lo imposible vuelve a hacerse visible y a perturbar las vidas de gente normal y corriente, de escasas ambiciones, como tú y yo, como Jack Epping, otro John Doe. Jack, el frustrado profesor de literatura secundaria, separado de su ex-alcohólica ex-mujer, que le dejó por otro ex-alcohólico compañero de confesiones. Hombre aquél aburrido de su vida y de su tiempo, atrapado en el rutinario ciclo del calendario escolar, con sus evaluaciones, fiestas y claustros, y además abandonado. El hombre perfecto con quien identificarnos, King lo sabe y lo explota a las mil maravillas.
   Jack será el ultimo crononauta, y su mentor, Al, no es un científico ni su máquina del tiempo era tal, ni tan siquiera un vehículo. El mago esta vez, propietario del bar de hamburguesas mas barato del lugar, ni siquiera es inventor sino descubridor. Resulta que en la despensa del afamado local de comida rápida, tan oscura como el cuarto de los ratones, se halla el portal para viajar a 1958. Y hasta aquí puedo contar. A King se le lee por el placer del suspense, engancha, y en esto es el mejor. Así que el viaje empieza o acaba aquí. Yo quiero volver.



lunes, 25 de junio de 2012

Propósito del cerebro positrónico


Los textos que conforman este blog no persiguen en principio más que mi propia satisfacción. Nacen porque se han hecho necesarios y no pretenden complacer al lector de paso.
Llegó un momento en el cual mi vida pedía una pausa y un orden. La conciencia del paso del tiempo y el vértigo de lo vivido y lo perdido, de lo por vivir, hizo plantearme que la lectura, el cine los videojuegos y otras experiencias merecían un armario de más fondo que la propia memoria. Debían perdurar para permitirme regresar. En consecuencia, me impuse escribir sobre lo leído, lo visto, lo jugado. Quién tuviera el cerebro positrónico de los robots de Asimov, aquéllos sí eran armarios infinitos. Así me hubiera ahorrado todo esto.
Resulta tan paradójico y cruel como el lento curso de una lectura pervivía de una manera tan fugaz. Ya basta, me dije. Y resuelto a aliviar esa pérdida decidí hacer mas perdurables mediante la escritura las ideas y sensaciones que se gestaban frente a los libros o en la sala de cine.
No pretendo, Dios me libre, recomendar, aleccionar ni mucho menos sentar cátedra. No voy en pos de un estilo brillante u original ni de la ortodoxia. No soy brillante, ni original ni académico. No voy de maestro ni de ratón de biblioteca, ni de humilde ni de nada en particular. Recuerdo, escojo, expreso, y eso me es útil.
De lo que no puedo escapar es de que la recomendación de determinadas obras va inevitablemente implícita, la de ésas que recorrí con entusiasmo, el mismo que, digo yo, bajo manga podría contagiarse. Si eso fuera así, si alguien se contagiara de gravedad, esa satisfacción que mencionaba al abrir estas líneas sería doble.

viernes, 17 de febrero de 2012

Dudas jurásicas

En su mundo perdido, Conan Doyle nos puede pillar desprevenidos por dos razones. La primera de ellas es, señores, esto no es Sherlock Holmes. El autor se desmelena en pos de un sueño dejando apresuradamente el laboratorio criminológico y desparramando por la mesa de trabajo y el suelo las probetas, los archivos policiales y las muestras. La loca de la casa llama a la puerta y es hora de relajar la rígida y contracturada musculatura cartesiana para ponerse a crear utopías. Nos vamos a una tierra virgen sudamericana, paradisiaca y congelada en el tiempo en busca de seres prehistóricos. Así se iniciaba la serie de novelas del profesor Challenger, contrapunto emocional del flemático Holmes.
Y una segunda, el amor, en tímida incursión, sí, pero el punto de arranque que arrastra al aprendiz de aventurero en pos de hazañas con que ganarse a su dama, desvergonzada señora, como el lector sospecha nada más conocerla. Aventura y amor, más descubrimientos que desafían a la ciencia oficial y ortodoxa de entonces, y lo harían con la de ahora, en esencia igual de rancia.
Recordando mis lecturas infantiles de Verne, don Julio, y habiendo saboreado esta aventura pura, albergo dudas sobre el potencial de Doyle en comparación con el del novelista francés. Presumo en don Arturo un talento superior al de don Julio en el terreno de la ciencia ficción, si hubiera explotado más el género. Necesito releer los viajes de Verne.
Los personajes de Doyle parecen menos planos, más profundos, sin pasarse, porque encajan en el perfil de caballero adinerado, con ansias de reconocimiento y notoriedad, miembro distinguido de la sociedad y socio preferente de clubs y sociedades geográficas y científicas. En fin, trasuntos de Phileas Fogg, pero depurados. Es hora, insisto, de volver al Nautilus o la luna para despejar esas dudas que el traidor recuerdo plantea. 


Elefantes en una cacharrería




Elephant (Gus Van Sant) es una película atípica de instituto americano y fauna autóctona. Pocas veces asistimos a un retrato fiel sobre chicos y chicas normales, seres humanos despojados de la caricatura y patrón abusados hasta la saciedad. Los que van a morir nos saludan sin conocer su destino ni nuestra presencia. Los verdugos tampoco, los muchachos inadaptados y deformados hasta su rol de cabrón resentido. Esos tampoco saben que sabemos lo de la carnicería planeada al detalle y lo de sus mimitos en la ducha. Seguimos a las victimas en su itinerario por los pasillos del centro escolar sin que se enteren de nada, por la espalda. Conocemos a la fea porque sí y porque se empeña en seguir siéndolo en su refugio de la biblioteca, empujando los carritos. Hasta nunca. Esta el guaperas con su novia, el chico normal introvertido sin pasarse y el inquieto que se come el mundo con su cámara hasta que se le indigesta poco antes o después que al guaperas, cuando los chicos enfadados que se aman en secreto les dan fin. Y hay otros como éstos, y los amamos porque les creemos. Chicos normales, gracias a Dios. Lástima que tuvieran que vivir todo eso.
Elephant es una lección de como se cuenta una historia, un momento de cine difícil de superar porque encuentra una formula documental insuperable sin resultar un bodrio. No solo no lo es sino que, muy al contrario, es emocionante. Y emocionar es mostrarnos a las personas como personas, nada más y nada menos. Hay que ser muy bueno para atreverse a hacer algo así y lograrlo, señor Van Sant. Gracias; y nuestro recuerdo para todas las vidas que han sido arrebatadas por cabrones frustrados a los que no les gustaban los lunes.