martes, 29 de junio de 2010

La balada del café triste, de Carson McCullers


Qué redondo resultado encontramos en las calles nacidas del polvo y perdidas en la nada. Hemos asistido al triunfo de la estética desde la emoción de lo austero, de la sencillez narrativa que conmueve al mostrarnos, desnuda de estilo y rotunda en su desgarro, la fragilidad de los habitantes de ese mundo de polvo y sudor. Polvo de la pobreza y sudor del trabajo duro. Nada nuevo ni ajeno a la América profunda. Es allí, en algún lugar, donde se gesta la balada triste, enérgica y meláncolica al tiempo, emociones éstas que cohabitan con la soledad, el gran tema de esta historia.
Hace unos diez años la autora comentaba en sus memorias que este hermoso cuento de amores indescifrables y rotos nació a raiz de una iluminación súbita. Buena génesis para el desarrollo de una obra, naturalmente. Aunque, sin duda, el logro de esta pieza maestra de la ficción breve es su capacidad de seducir y atrapar al lector desde la primera línea hasta sumergirle en el deleite. Gozosa y perdurable, así es la experiencia de los afortunados que se tropiezan inadvertidos a ella.
Hay quienes destacarán la condición mágico-realista, el estilo vivo y preciso, el sutil lirismo que se teje sutil entre la hilada gruesa. Pero que no olviden la conmoción vivida tras su paso por la calle del pueblo dormido, que no escondan la evidencia de haber experimentado de un golpetazo la poeticidad, sí, ese raro encuentro con lo sublime bañado aquí en una sencillez descarnada y grandiosa.