En su
mundo perdido, Conan Doyle nos puede pillar desprevenidos por dos
razones. La primera de ellas es, señores, esto no es Sherlock
Holmes. El autor se desmelena en pos de un sueño dejando
apresuradamente el laboratorio criminológico y desparramando por la
mesa de trabajo y el suelo las probetas, los archivos policiales y
las muestras. La loca de la casa llama a la puerta y es hora de
relajar la rígida y contracturada musculatura cartesiana para
ponerse a crear utopías. Nos vamos a una tierra virgen sudamericana,
paradisiaca y congelada en el tiempo en busca de seres prehistóricos.
Así se iniciaba la serie de novelas del profesor Challenger,
contrapunto emocional del flemático Holmes.
Y una
segunda, el amor, en tímida incursión, sí, pero el punto de
arranque que arrastra al aprendiz de aventurero en pos de hazañas
con que ganarse a su dama, desvergonzada señora, como el lector
sospecha nada más conocerla. Aventura y amor, más descubrimientos
que desafían a la ciencia oficial y ortodoxa de entonces, y lo
harían con la de ahora, en esencia igual de rancia.
Recordando
mis lecturas infantiles de Verne, don Julio, y habiendo saboreado
esta aventura pura, albergo dudas sobre el potencial de Doyle en
comparación con el del novelista francés. Presumo en don Arturo un
talento superior al de don Julio en el terreno de la ciencia ficción,
si hubiera explotado más el género. Necesito releer los viajes de
Verne.
Los
personajes de Doyle parecen menos planos, más profundos, sin
pasarse, porque encajan en el perfil de caballero adinerado, con
ansias de reconocimiento y notoriedad, miembro distinguido de la
sociedad y socio preferente de clubs y sociedades geográficas y
científicas. En fin, trasuntos de Phileas Fogg, pero depurados. Es
hora, insisto, de volver al Nautilus o la luna para despejar esas
dudas que el traidor recuerdo plantea.