martes, 26 de junio de 2012

Vuelven los viajes en el tiempo



   Tras terminar Cell, una de las últimas novelas de King, uno llegó a pensar que al último gran monstruo del suspense y el terror se le había cerrado el almacén donde se apilaban, interminables, nuevas historias con que sacudir el adormecido escenario de la ficción actual. Nos hemos, por fortuna, equivocado y nos ha engañado con sus últimos lanzamientos. Quisiera antes comentar mi decepción por aquella prometedora novela.
   La historia de Cell era un delirio zombie a la King, es decir, sazonada con los típicos personajes de la América profunda, los institutos de secundaria, y la fauna propia de los locales de carretera americanos y, naturalmente, toda una insaciable, torpe y lenta legión de infectados, como llaman ahora los modernos a los pobres muertos vivientes. Los móviles se tornaban en máquinas mortales, lo que nos hace recordar al coche Christine o a la Rebelión de las Máquinas del mismo autor. Y la premisa de partida parecía correcta. Con plaga apocalíptica y teorías conspiratorias, por qué no. Pues no. Con un regusto a proyecto apresurado y de guión televisivo, el resultado es un refrito de topicazos excretados sin piedad en un relato disparatado y mediocre hasta las heces.
   Dicho esto, que tan a desahogo a debido sonar, es momento de reconciliarnos con el autor, quien, parece ser que, superada aquella constipación creativa, o bien colitis, según se quiera ver, volvió por la puerta grande con dos obras brillantes. La primera de ellas, Under the Dome, calificada de soberbio novelón por una lectora de mi mas entera confianza y afinidad estética; y la última, este 11/22/63, magnífica.
   Así de primeras puede escapársele al lector esta efemérides con el fastidioso formato de fecha anglosajón. Lo ponemos en cristiano y nos queda un 22/11/63, otoño, los sesenta, y Estados Unidos. Sí, Kennedy, magnicidio en descapotable a pleno día en Dallas.
   El tan manoseado asunto del asesinato y sus infinitas teorías sobre su autoría y dimensión han hecho de este suceso histórico verdadero patio de recreo para los conspiranoicos, ese nuevo grupo de seres adictos al facebook, al google y a Milenio 3. Pues ésta no es tu novela, conspiranoico amigo.
   El gancho que me arrastró a ella no fue ni el autor, ya venía escocido de aquel engendro gore novelado, ni el tema. Fueron esos viajes en el tiempo, no hallan resistencia alguna en mi, el viajero del tiempo, el crononauta. Infalible ese gancho imantado que regresa osadísimo, desafiando a Twain, Wells y a todo los autores de medio pelo que les secundaron. 22/11/63 es la mejor ficción sobre viajes en el tiempo hasta el día de hoy, de eso no tengo duda.
   El inagotable parque temático de King, el condado de Maine, vuelve a ser punto de partida para lo insólito. Lo imposible vuelve a hacerse visible y a perturbar las vidas de gente normal y corriente, de escasas ambiciones, como tú y yo, como Jack Epping, otro John Doe. Jack, el frustrado profesor de literatura secundaria, separado de su ex-alcohólica ex-mujer, que le dejó por otro ex-alcohólico compañero de confesiones. Hombre aquél aburrido de su vida y de su tiempo, atrapado en el rutinario ciclo del calendario escolar, con sus evaluaciones, fiestas y claustros, y además abandonado. El hombre perfecto con quien identificarnos, King lo sabe y lo explota a las mil maravillas.
   Jack será el ultimo crononauta, y su mentor, Al, no es un científico ni su máquina del tiempo era tal, ni tan siquiera un vehículo. El mago esta vez, propietario del bar de hamburguesas mas barato del lugar, ni siquiera es inventor sino descubridor. Resulta que en la despensa del afamado local de comida rápida, tan oscura como el cuarto de los ratones, se halla el portal para viajar a 1958. Y hasta aquí puedo contar. A King se le lee por el placer del suspense, engancha, y en esto es el mejor. Así que el viaje empieza o acaba aquí. Yo quiero volver.



lunes, 25 de junio de 2012

Propósito del cerebro positrónico


Los textos que conforman este blog no persiguen en principio más que mi propia satisfacción. Nacen porque se han hecho necesarios y no pretenden complacer al lector de paso.
Llegó un momento en el cual mi vida pedía una pausa y un orden. La conciencia del paso del tiempo y el vértigo de lo vivido y lo perdido, de lo por vivir, hizo plantearme que la lectura, el cine los videojuegos y otras experiencias merecían un armario de más fondo que la propia memoria. Debían perdurar para permitirme regresar. En consecuencia, me impuse escribir sobre lo leído, lo visto, lo jugado. Quién tuviera el cerebro positrónico de los robots de Asimov, aquéllos sí eran armarios infinitos. Así me hubiera ahorrado todo esto.
Resulta tan paradójico y cruel como el lento curso de una lectura pervivía de una manera tan fugaz. Ya basta, me dije. Y resuelto a aliviar esa pérdida decidí hacer mas perdurables mediante la escritura las ideas y sensaciones que se gestaban frente a los libros o en la sala de cine.
No pretendo, Dios me libre, recomendar, aleccionar ni mucho menos sentar cátedra. No voy en pos de un estilo brillante u original ni de la ortodoxia. No soy brillante, ni original ni académico. No voy de maestro ni de ratón de biblioteca, ni de humilde ni de nada en particular. Recuerdo, escojo, expreso, y eso me es útil.
De lo que no puedo escapar es de que la recomendación de determinadas obras va inevitablemente implícita, la de ésas que recorrí con entusiasmo, el mismo que, digo yo, bajo manga podría contagiarse. Si eso fuera así, si alguien se contagiara de gravedad, esa satisfacción que mencionaba al abrir estas líneas sería doble.