lunes, 15 de octubre de 2012

Leed Opiniones de un Payaso

Leed Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. No es necesario que sigáis leyendo si no queréis.
Bueno, en vista de que preferís alguna otra explicación os diré que no todas las personas que se asomen a esta novela la entenderán. Y no porque no sea comprensible ni demasiado filosófica, sino porque es muy probable que la encuentren demasiado estúpida y pensarán que no hay nada que entender. El resumen es muy simple y, además, es el título. Sin embargo, el escritor es un maestro al explicar que la vida es tragicómica. Quizá por eso utiliza a un payaso, para que no tenga ninguna gracia. Cada lector aplicará sus experiencias a la novela y unos pensarán que la existencia es divertida, que merece la pena vivirla, otros creerán todo lo contrario y se suicidarán. No sé, las cosas importantes, las que no lo son, la religión, el fariseísmo, el egoísmo absoluto, el secreto, la verdad, la mentira,  todo está en la novela. Algunos escritores estadounidenses a partir del mal llamado "realismo sucio" de los 80 han intentado hacer lo mismo (pongamos Carver, Ford, etc.). Por favor, no os molestéis en buscar sus novelas.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Animal de costumbres


Casi todas las mañanas, a las 10:04 A.M. cruzo mis pasos con una señora teñida de un negro opaco, a la altura de un garage. Como esto sucede siempre, sé que soy una persona puntual, igual que ella. Vamos los dos bien de tiempo. Si me la cruzara dos manzanas antes tendría que echar un vistazo al reloj y acelerar el ritmo; y si el encuentro se produjera cien metros más delante, pensaría que se ha quedado dormida un minuto.
En este dominio de las horas al que vivimos sometidos, el reloj no es el único timonel. La máquina puede fallar en cualquier momento. Por eso, nuestro espabilado cerebro prefiere aferrarse a otros mecanismos menos precisos, aunque infalibles. Uno de ellos es el flujo cíclico de personas y animales (sus mascotas) por la calle. Nos une el tiempo de las frecuencias. En esa maquinaria exacta , los distintos elementos recorren las venas y arterias de nuestras ciudades con unos puntos de partida y destino calculados, y de este modo todo funciona como un organismo único. Las minúsculas partículas que recorremos el circuito en cuestión entablamos relaciones semejantes a las que establecen las hormigas con sus antenas.
Si no pretendemos igualarnos a los habitantes de un hormiguero será mejor que tengamos nuestras antenas bien orientadas y, sobre todo, que seamos conscientes de nuestro papel dentro y fuera del circuito. Las pobres soldado, obreras y reina no se cuestionan más allá de su papel en el colectivo. Nosotros, sin embargo, somos capaces de trascender lo profesional, nuestra misión práctica, y optar a algo más que no sea llenar el bolsillo. Eso que está al otro lado del recorrido diario de casa al trabajo y del trabajo a casa se llama personalidad y no es sencilla de conquistar o cultivar.
Para pasar de la rutina animal a la humana tenemos que ser capaces de dar ese paso, complicada cuestión para las nuevas generaciones de hombres y mujeres light que confunden su desarrollo extra-profesional exclusivamente con un ocio vacío pero muy regido por esos horarios de los que nunca conseguirán librarse.

lunes, 20 de agosto de 2012

Buenas noches, y buena suerte

El que dijo que todo el mundo tiene un talento oculto seguro que se dedicaba a vender libros de autoayuda. Lo siento pero es mentira. Lo siento por todos los que van a Operación Triunfo y lo siento por todos los que estáis frustados porque no habéis llegado a ser lo que queríais. Pero ha habido grandes personajes en la historia, completamente frustrados, que han llegado a ser genios. Por ejemplo, Van Gogh. Otros han sido grandes envidiosos también, digamos que Salieri quería ser Mozart y que Mozart murió en la indigencia, así que podemos suponer que no pretendía ser pobre. También Cervantes quería tener tanto éxito como Lope en teatro y nos imaginamos que soñaba con ser Shakespeare. Sin embargo, estas disquisiciones no nos llevan a ninguna parte.
Nuestro problema, el de la legión de treintañeros sobradamente preparados con Mactrabajos, podría llevarnos a creer que somos los jóvenes con peor suerte de la historia y que nunca llegaremos a nada. Tan solo hace falta echar otro vistazo a las vidas insulsas de grandes literatos como Melville, un simple oficinista, como también Joyce, un funcionario asqueado; por no mencionar al pobre Kafka cuya mujer lo tenía frito y escribía cosas que se definen como kafkianas, ahí es nada.
No obstante, estas otras reflexiones tampoco nos llevan a ninguna parte. Si lo que queréis es ser genios, no lo váis a conseguir porque no tiene sentido que todos los estudiantes de arquitectura quieran llegar a ser Norman Foster, y eso es tan estúpido como que todos los profesores de literatura quieran llegar a ser escritores. Será por eso que escriben “pecadillos rimados” (la definición no es mía) y deciden quién tiene talento y quién no.
A estas alturas, imagino que con vuestro talento innato habréis descubierto que mi intención es haceros ver que los mediocres también tienen derecho a vivir, a trabajar, a comer. Vamos a ver, si toda esa panda de mayo del ’68 que copa las universidades llegó a la cima de sus carreras dejando las nuestras en las ETTs, ¿por qué voy a tener que pensar que además de ser muy listos tienen que tener talento? Allá cada uno con sueños y sus vidas. Depende de cada uno ser un luchador mediocre y frustrado o un estúpido que cree tener un don. Pero cuando esta noche os acostéis con vuestra hipoteca a cuarenta años, porque queréis ser igual que los demás o mejor que algunos, sólo puedo deciros BUENAS NOCHES, Y BUENA SUERTE.

lunes, 13 de agosto de 2012

El náufrago según Eco

  
 Sobran las presentaciones, y los tópicos. Umberto Eco es la envidia de los críticos literarios, porque este distinguido erudito de Alessandria es un genuino intelectual como la copa de un pino, tocado por la varita de la brillantez. Podría equipararse a talentos como T.S. Eliot, Goethe o Unamuno, no tengo ninguna duda. Polifacético como aquéllos, destaca de manera abrumadora en los campos de la semiótica, la filosofía, la hermenéutica o la crítica literaria y algunos dirían que es un comunicólogo, vocablo absurdo éste, me parece. El hombre de letras total, este hombre culto, especie en extinción, se levanta triunfante ante el humilde lector con cada novela. Y es que no nos queda otra que la humildad ante tal derroche de sabiduría y de técnica  narrativa endiabladamente soberbia. Eco se divierte en lo que siempre he supuesto que sería un laboratorio alquímico, su despacho, donde debe de atesorar objetos y documentos de valor incalculable que de alguna manera parecen otorgarle un perenne don de  maestría. En alguno de los cajones del laboratorio ha de hallarse sin duda el contrato firmado de su propia sangre con esa vieja canalla de la sierpe. Otra explicación no encuentro después de terminar atónito y con ganas de más la última página de La isla del día de antes.
    Su maldito don creativo ideó para esta novela el clásico artificio narrativo del documento descubierto por azar que nos  propone necesariamente un narrador que reinterpreta las crónicas  escritas por otro, en época y escenarios ajenos, y, mejor todavía, a partir de unos legajos incompletos descubiertos en un navío a la deriva. He aquí lo bueno, la bendita fragmentación está servida para que el narrador saque a la loca de la casa a pasear. Que duda cabe que, tratándose el narrador de una entidad al servicio de Eco, don Umberto, una exuberante demostración de literatura, cultura, clasicismo y modernidad está asegurada. Y, por encima de todo, ese insondable y vastísimo conocimiento siempre presente, un instinto visceral y prodigioso para deleitarnos  y hacernos partícipes de un espectáculo estético difícil de experimentar hoy día con otros escritores y lecturas. Esa perversa y deliciosa mezcla de erudición y guasa que se trae el italiano, ese juego constante con el lector, al que enreda y desenreda sin causar hastío ni mareo es su patente de corso.
Tampoco el comienzo de la novela nos iba a defraudar ¿Puede haber algo mejor que este arranque?
"Soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta"
Así da inicio la crónica de Roberto de la Grive, quien, entre julio y agosto de 1643, después de un naufragio, vaga durante días en una balsa hasta encontrar una nao, la Daphne, que se encuentra en una bahía a una milla de una isla. De la isla no diré una sola palabra más, arruinaría la curiosidad del lector, y eso no, por Dios.
    Con esta presentación ya puede éste atreverse a buscarle género a la novela, aunque sabemos que con su autor las cosas no funcionan así, ni va a ser tarea sencilla. Con el paso de las páginas habremos ido modificando la primera clasificación que dio comienzo con el género de la aventura, pasó por la novela histórica, romántica, la novela de aprendizaje, el relato de espías,  se bifurcó en digresiones filosóficas y teológicas o se afianzó en la disertación de la ciencia en torno a la cartografía y la meteorología del siglo XVII. Toda una borrachera de saber para nuestras adormiladas seseras. Y no menos importante, es una novela sobre el lenguaje, ya que el empeño que Eco ha puesto en reflejar la lengua italiana del siglo XVII supone un desafío sin duda para el escritor y un tour de force más para el agradecido lector. Pero éste es otro tema del que ni tengo competencia ni dispongo del espacio que se merece.
    Dicho todo, me quedo con la capacidad enciclopédica del autor y la manera en que un desfile de saberes, ingenios, artilugios y criaturas fantásticas se va colando en la narración con una naturalidad pasmosa. Lo mismo asistimos a la detallada descripción de una máquina de crear metáforas ideada por un clérigo que, sin salir de la supuesta nao desierta, se encuentra el desorientado protagonista con un edén de plantas y animales exóticos en las mismísimas bodegas del barco.
    El relato abruma en su exuberancia, pero, sobre todo divierte y nos obliga a sonreír. Es una barbaridad de nuevo lo que el genio alessandrino ha volcado en sus páginas. Espero con impaciencia descubrir los tesoros que le quedan en las otras islas-novelas, la de Baudolino, la de la Reina Llama y la de Praga. Que siga enterrando prodigios en islas y rincones maravilosos para que sus lectores podamos buscarlos  y ser felices, si es que nos lo merecemos.





viernes, 6 de julio de 2012

El viaje del Elefante, de José Saramago

Saramago debió quedar fascinado por un episodio de la historia en el que el que el rey Juan III de Portugal decide regalarle su elefante al archiduque Maximiliano de Austria aprovechando su estancia en Valladolid. La ruta seguida por el animal, su cuidador hindú y la escolta dejó Portugal rumbo a Castilla, cruzó el Mediterraneo hasta Italia y atravesó los Alpes llegando penosamente al Danubio que al fin los condujo en pos de la Viena imperial.
Tamaña odisea queda plasmada en una de las últimas novelas del escritor luso. Puesto que calificar de brillante una obra de este genial portugués es redundante y ya aburre, me limitaré a decir que es deliciosa en el sentido rotundo de la palabra, un acto poético mas, y han sido tantos...
La idea del viaje era concebida en el mismísimo real lecho de los monarcas portugueses, circunstancia que da arranque a la narración. Se inicia así un relato que, desde la intimidad del colchón, se decanta por acercarnos a aquellos seres humanos dueños de los destinos del mundo con ternura y una dulce pizca de mala uva.
Una divertida comitiva de soldados y el cornaca, el cuidador del elefante, partirá en una quijotesca marcha preñada de aventuras y humor, donde la inefable estupidez de los personajes lo salpica todo.
Porque en El viaje del elefante la estupidez humana es el tema principal, pero es tratada con bondad, simpatía y, sobre todo, con la sabia comprensión del narrador. La ignorancia delirante del hombre de Estado y la de la soldadesca, contrasta con la del mesurado y pragmático cornaca, trasunto de Sancho, claro está, sin olvidar al paquidermo, que, si hubiera alguna duda de su superior conocimiento de la vida, Salomón se llama.
Otra lección de Saramago,  otro placer.

martes, 26 de junio de 2012

Vuelven los viajes en el tiempo



   Tras terminar Cell, una de las últimas novelas de King, uno llegó a pensar que al último gran monstruo del suspense y el terror se le había cerrado el almacén donde se apilaban, interminables, nuevas historias con que sacudir el adormecido escenario de la ficción actual. Nos hemos, por fortuna, equivocado y nos ha engañado con sus últimos lanzamientos. Quisiera antes comentar mi decepción por aquella prometedora novela.
   La historia de Cell era un delirio zombie a la King, es decir, sazonada con los típicos personajes de la América profunda, los institutos de secundaria, y la fauna propia de los locales de carretera americanos y, naturalmente, toda una insaciable, torpe y lenta legión de infectados, como llaman ahora los modernos a los pobres muertos vivientes. Los móviles se tornaban en máquinas mortales, lo que nos hace recordar al coche Christine o a la Rebelión de las Máquinas del mismo autor. Y la premisa de partida parecía correcta. Con plaga apocalíptica y teorías conspiratorias, por qué no. Pues no. Con un regusto a proyecto apresurado y de guión televisivo, el resultado es un refrito de topicazos excretados sin piedad en un relato disparatado y mediocre hasta las heces.
   Dicho esto, que tan a desahogo a debido sonar, es momento de reconciliarnos con el autor, quien, parece ser que, superada aquella constipación creativa, o bien colitis, según se quiera ver, volvió por la puerta grande con dos obras brillantes. La primera de ellas, Under the Dome, calificada de soberbio novelón por una lectora de mi mas entera confianza y afinidad estética; y la última, este 11/22/63, magnífica.
   Así de primeras puede escapársele al lector esta efemérides con el fastidioso formato de fecha anglosajón. Lo ponemos en cristiano y nos queda un 22/11/63, otoño, los sesenta, y Estados Unidos. Sí, Kennedy, magnicidio en descapotable a pleno día en Dallas.
   El tan manoseado asunto del asesinato y sus infinitas teorías sobre su autoría y dimensión han hecho de este suceso histórico verdadero patio de recreo para los conspiranoicos, ese nuevo grupo de seres adictos al facebook, al google y a Milenio 3. Pues ésta no es tu novela, conspiranoico amigo.
   El gancho que me arrastró a ella no fue ni el autor, ya venía escocido de aquel engendro gore novelado, ni el tema. Fueron esos viajes en el tiempo, no hallan resistencia alguna en mi, el viajero del tiempo, el crononauta. Infalible ese gancho imantado que regresa osadísimo, desafiando a Twain, Wells y a todo los autores de medio pelo que les secundaron. 22/11/63 es la mejor ficción sobre viajes en el tiempo hasta el día de hoy, de eso no tengo duda.
   El inagotable parque temático de King, el condado de Maine, vuelve a ser punto de partida para lo insólito. Lo imposible vuelve a hacerse visible y a perturbar las vidas de gente normal y corriente, de escasas ambiciones, como tú y yo, como Jack Epping, otro John Doe. Jack, el frustrado profesor de literatura secundaria, separado de su ex-alcohólica ex-mujer, que le dejó por otro ex-alcohólico compañero de confesiones. Hombre aquél aburrido de su vida y de su tiempo, atrapado en el rutinario ciclo del calendario escolar, con sus evaluaciones, fiestas y claustros, y además abandonado. El hombre perfecto con quien identificarnos, King lo sabe y lo explota a las mil maravillas.
   Jack será el ultimo crononauta, y su mentor, Al, no es un científico ni su máquina del tiempo era tal, ni tan siquiera un vehículo. El mago esta vez, propietario del bar de hamburguesas mas barato del lugar, ni siquiera es inventor sino descubridor. Resulta que en la despensa del afamado local de comida rápida, tan oscura como el cuarto de los ratones, se halla el portal para viajar a 1958. Y hasta aquí puedo contar. A King se le lee por el placer del suspense, engancha, y en esto es el mejor. Así que el viaje empieza o acaba aquí. Yo quiero volver.



lunes, 25 de junio de 2012

Propósito del cerebro positrónico


Los textos que conforman este blog no persiguen en principio más que mi propia satisfacción. Nacen porque se han hecho necesarios y no pretenden complacer al lector de paso.
Llegó un momento en el cual mi vida pedía una pausa y un orden. La conciencia del paso del tiempo y el vértigo de lo vivido y lo perdido, de lo por vivir, hizo plantearme que la lectura, el cine los videojuegos y otras experiencias merecían un armario de más fondo que la propia memoria. Debían perdurar para permitirme regresar. En consecuencia, me impuse escribir sobre lo leído, lo visto, lo jugado. Quién tuviera el cerebro positrónico de los robots de Asimov, aquéllos sí eran armarios infinitos. Así me hubiera ahorrado todo esto.
Resulta tan paradójico y cruel como el lento curso de una lectura pervivía de una manera tan fugaz. Ya basta, me dije. Y resuelto a aliviar esa pérdida decidí hacer mas perdurables mediante la escritura las ideas y sensaciones que se gestaban frente a los libros o en la sala de cine.
No pretendo, Dios me libre, recomendar, aleccionar ni mucho menos sentar cátedra. No voy en pos de un estilo brillante u original ni de la ortodoxia. No soy brillante, ni original ni académico. No voy de maestro ni de ratón de biblioteca, ni de humilde ni de nada en particular. Recuerdo, escojo, expreso, y eso me es útil.
De lo que no puedo escapar es de que la recomendación de determinadas obras va inevitablemente implícita, la de ésas que recorrí con entusiasmo, el mismo que, digo yo, bajo manga podría contagiarse. Si eso fuera así, si alguien se contagiara de gravedad, esa satisfacción que mencionaba al abrir estas líneas sería doble.

viernes, 17 de febrero de 2012

Dudas jurásicas

En su mundo perdido, Conan Doyle nos puede pillar desprevenidos por dos razones. La primera de ellas es, señores, esto no es Sherlock Holmes. El autor se desmelena en pos de un sueño dejando apresuradamente el laboratorio criminológico y desparramando por la mesa de trabajo y el suelo las probetas, los archivos policiales y las muestras. La loca de la casa llama a la puerta y es hora de relajar la rígida y contracturada musculatura cartesiana para ponerse a crear utopías. Nos vamos a una tierra virgen sudamericana, paradisiaca y congelada en el tiempo en busca de seres prehistóricos. Así se iniciaba la serie de novelas del profesor Challenger, contrapunto emocional del flemático Holmes.
Y una segunda, el amor, en tímida incursión, sí, pero el punto de arranque que arrastra al aprendiz de aventurero en pos de hazañas con que ganarse a su dama, desvergonzada señora, como el lector sospecha nada más conocerla. Aventura y amor, más descubrimientos que desafían a la ciencia oficial y ortodoxa de entonces, y lo harían con la de ahora, en esencia igual de rancia.
Recordando mis lecturas infantiles de Verne, don Julio, y habiendo saboreado esta aventura pura, albergo dudas sobre el potencial de Doyle en comparación con el del novelista francés. Presumo en don Arturo un talento superior al de don Julio en el terreno de la ciencia ficción, si hubiera explotado más el género. Necesito releer los viajes de Verne.
Los personajes de Doyle parecen menos planos, más profundos, sin pasarse, porque encajan en el perfil de caballero adinerado, con ansias de reconocimiento y notoriedad, miembro distinguido de la sociedad y socio preferente de clubs y sociedades geográficas y científicas. En fin, trasuntos de Phileas Fogg, pero depurados. Es hora, insisto, de volver al Nautilus o la luna para despejar esas dudas que el traidor recuerdo plantea. 


Elefantes en una cacharrería




Elephant (Gus Van Sant) es una película atípica de instituto americano y fauna autóctona. Pocas veces asistimos a un retrato fiel sobre chicos y chicas normales, seres humanos despojados de la caricatura y patrón abusados hasta la saciedad. Los que van a morir nos saludan sin conocer su destino ni nuestra presencia. Los verdugos tampoco, los muchachos inadaptados y deformados hasta su rol de cabrón resentido. Esos tampoco saben que sabemos lo de la carnicería planeada al detalle y lo de sus mimitos en la ducha. Seguimos a las victimas en su itinerario por los pasillos del centro escolar sin que se enteren de nada, por la espalda. Conocemos a la fea porque sí y porque se empeña en seguir siéndolo en su refugio de la biblioteca, empujando los carritos. Hasta nunca. Esta el guaperas con su novia, el chico normal introvertido sin pasarse y el inquieto que se come el mundo con su cámara hasta que se le indigesta poco antes o después que al guaperas, cuando los chicos enfadados que se aman en secreto les dan fin. Y hay otros como éstos, y los amamos porque les creemos. Chicos normales, gracias a Dios. Lástima que tuvieran que vivir todo eso.
Elephant es una lección de como se cuenta una historia, un momento de cine difícil de superar porque encuentra una formula documental insuperable sin resultar un bodrio. No solo no lo es sino que, muy al contrario, es emocionante. Y emocionar es mostrarnos a las personas como personas, nada más y nada menos. Hay que ser muy bueno para atreverse a hacer algo así y lograrlo, señor Van Sant. Gracias; y nuestro recuerdo para todas las vidas que han sido arrebatadas por cabrones frustrados a los que no les gustaban los lunes.