lunes, 13 de agosto de 2012

El náufrago según Eco

  
 Sobran las presentaciones, y los tópicos. Umberto Eco es la envidia de los críticos literarios, porque este distinguido erudito de Alessandria es un genuino intelectual como la copa de un pino, tocado por la varita de la brillantez. Podría equipararse a talentos como T.S. Eliot, Goethe o Unamuno, no tengo ninguna duda. Polifacético como aquéllos, destaca de manera abrumadora en los campos de la semiótica, la filosofía, la hermenéutica o la crítica literaria y algunos dirían que es un comunicólogo, vocablo absurdo éste, me parece. El hombre de letras total, este hombre culto, especie en extinción, se levanta triunfante ante el humilde lector con cada novela. Y es que no nos queda otra que la humildad ante tal derroche de sabiduría y de técnica  narrativa endiabladamente soberbia. Eco se divierte en lo que siempre he supuesto que sería un laboratorio alquímico, su despacho, donde debe de atesorar objetos y documentos de valor incalculable que de alguna manera parecen otorgarle un perenne don de  maestría. En alguno de los cajones del laboratorio ha de hallarse sin duda el contrato firmado de su propia sangre con esa vieja canalla de la sierpe. Otra explicación no encuentro después de terminar atónito y con ganas de más la última página de La isla del día de antes.
    Su maldito don creativo ideó para esta novela el clásico artificio narrativo del documento descubierto por azar que nos  propone necesariamente un narrador que reinterpreta las crónicas  escritas por otro, en época y escenarios ajenos, y, mejor todavía, a partir de unos legajos incompletos descubiertos en un navío a la deriva. He aquí lo bueno, la bendita fragmentación está servida para que el narrador saque a la loca de la casa a pasear. Que duda cabe que, tratándose el narrador de una entidad al servicio de Eco, don Umberto, una exuberante demostración de literatura, cultura, clasicismo y modernidad está asegurada. Y, por encima de todo, ese insondable y vastísimo conocimiento siempre presente, un instinto visceral y prodigioso para deleitarnos  y hacernos partícipes de un espectáculo estético difícil de experimentar hoy día con otros escritores y lecturas. Esa perversa y deliciosa mezcla de erudición y guasa que se trae el italiano, ese juego constante con el lector, al que enreda y desenreda sin causar hastío ni mareo es su patente de corso.
Tampoco el comienzo de la novela nos iba a defraudar ¿Puede haber algo mejor que este arranque?
"Soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta"
Así da inicio la crónica de Roberto de la Grive, quien, entre julio y agosto de 1643, después de un naufragio, vaga durante días en una balsa hasta encontrar una nao, la Daphne, que se encuentra en una bahía a una milla de una isla. De la isla no diré una sola palabra más, arruinaría la curiosidad del lector, y eso no, por Dios.
    Con esta presentación ya puede éste atreverse a buscarle género a la novela, aunque sabemos que con su autor las cosas no funcionan así, ni va a ser tarea sencilla. Con el paso de las páginas habremos ido modificando la primera clasificación que dio comienzo con el género de la aventura, pasó por la novela histórica, romántica, la novela de aprendizaje, el relato de espías,  se bifurcó en digresiones filosóficas y teológicas o se afianzó en la disertación de la ciencia en torno a la cartografía y la meteorología del siglo XVII. Toda una borrachera de saber para nuestras adormiladas seseras. Y no menos importante, es una novela sobre el lenguaje, ya que el empeño que Eco ha puesto en reflejar la lengua italiana del siglo XVII supone un desafío sin duda para el escritor y un tour de force más para el agradecido lector. Pero éste es otro tema del que ni tengo competencia ni dispongo del espacio que se merece.
    Dicho todo, me quedo con la capacidad enciclopédica del autor y la manera en que un desfile de saberes, ingenios, artilugios y criaturas fantásticas se va colando en la narración con una naturalidad pasmosa. Lo mismo asistimos a la detallada descripción de una máquina de crear metáforas ideada por un clérigo que, sin salir de la supuesta nao desierta, se encuentra el desorientado protagonista con un edén de plantas y animales exóticos en las mismísimas bodegas del barco.
    El relato abruma en su exuberancia, pero, sobre todo divierte y nos obliga a sonreír. Es una barbaridad de nuevo lo que el genio alessandrino ha volcado en sus páginas. Espero con impaciencia descubrir los tesoros que le quedan en las otras islas-novelas, la de Baudolino, la de la Reina Llama y la de Praga. Que siga enterrando prodigios en islas y rincones maravilosos para que sus lectores podamos buscarlos  y ser felices, si es que nos lo merecemos.





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