miércoles, 20 de marzo de 2013

Roma somos nosotros

El mosaico de pompeya

Por fin un libro de historia ameno, de verdad. Después de infinidad de manuales, tratados que nos prometen un enfoque sencillo y gratificante, introducciones a ésta y a aquélla civilización o imperio, después de "tropecientas" aproximaciones y compendios, de breves historias de aquí y allá, nos topamos con Eslava Galán y su Roma de los Césares, quien, desde mi punto de vista es el que mejor ha logrado el milagro de hacer un libro de historia  tan entretenido y apasionante como copiosamente documentado. Y digo apasionante porque destila pasión y amor por el tema, la tan traída y llevada Roma imperial. El lector moderno necesita de autores así, con un instinto formidable y un entusiasmo contagioso; con la virtud de saber exactamente cómo encandilarnos y llevarnos de la mano por la enmarañada historia romana con sabiduría, humor y un estilo irresistible.
Quisiera destacar esto último. El autor hace gala de un español vivo y profundo, elegante y seductor, salpicando las páginas de anécdotas y citas geniales de los maestros latinos, fundamentalmente de Séneca, Marcial, Horacio, Cicerón, Juvenal y Julio César. Nos prepara Eslava Galán una ensalada deliciosa, inspirada donde no falta ingrediente ni aderezo, y los mezcla de manera que no hay comensal que pueda rresisitirse a tan esplendoroso bocado. 
El problema es que, como todo buen plato, se acaba, y nos deja con ganas de más. Y el segundo problema es que los últimos bocados son los mejores, como en las buenas ensaladas, cuando el aceite se concentra en la lechuga y en los restos de tomate y olivas. El capítulo final del libro, si bien es previsible, es justo el que anhelamos, el que nos recuerda que Roma somos nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, y, sobre todo, lo somos por pasión. Si el lector disfruta de esta ensalada mediterránea y la hace suya podrá decir con orgullo que "Roma soy yo". Nosotros somos Roma, qué delicia volver a emocionarse en esta melancólica mirada atrás ¿Acaso hay alguna que no lo sea?

lunes, 18 de marzo de 2013

Luciérnagas para la eternidad

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Supongo que no será muy difícil dar con personas que hayan visto la película de animación japonesa La tumba de las luciérnagas, sobre todo si os movéis en el mundo del anime y la cultura pop japonesa. Y bastantes menos habréis leído la excepcional novela corta de Akiyuki Nosaka. Por favor, conseguidla ya.

 Recordaréis la bien cruda historia de dos hermanos que mal sobreviven a los bombardeos atómicos que sufrió Japón en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Y se os habrán quedado en la memoria los dulces personajes del Studio Ghibli  - el Disney oriental, perdóname Miyazaki-, castigados por los más terribles afecciones dermatológicas, irritaciones y supuraciones varias. El inocente y reconocible dibujo de Marco o Heidi hecho unos zorros ¿Os imagináis esto en el mundo Disney? 

Se retrata el horror y la bestialidad de la guerra desde sus consecuencias, desde sus víctimas, y eso tiene un precio que el espectador paga, por ver lo que somos, lo que hicimos y lo que seguimos haciendo, lo que nos avergüenza como sociedad y como especie. Una obra maestra de la animación que no debería perderse nadie y que podrían atreverse a poner en los colegios para que los niños se enteren de que la guerra de verdad no es el Call of Duty.

El paso siguiente es conseguir el libro de Nosaka y disfrutarlo. Es una inquietante muestra de cómo puede transmitirse el dolor más desgarrado, la barbarie, en belleza, en un logro estético delicado, capaz de hacernos disfrutar de pasajes de lirismo intenso, con toda la contención y la intensidad propias del estilo impresionista japonés, donde pinceladas de ternura se dan la mano con brochazos de sangre y vómito. Y por encima de esa ambigua convivencia del dolor, de la inocencia y lo hermoso, el revoloteo de las luciérnagas, eternas, que es la única, pero poderosa, metáfora de la esperanza a la que podemos asirnos en nuestro viaje al infierno de la guerra.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Sobre Dioses, Tumbas y Sabios


El ensayo de Ceram (1949) nos traslada a esa infancia anterior a internet, donde todo nos lo contaban en la tele o los libros pero que, en todo caso, no encontrábamos con un clic del entonces nonato ratón, cuando la wikipedia era una ristra de volúmenes que llamábamos enciclopedia.
 Entonces todavía existía la emoción del descubrimiento, había niños que querían ser arqueólogos, zoólogos o paleontólogos; por el misterio, por la falta de medios tecnológicos que hacía de los investigadores de antaño aventureros y en muchos casos héroes, hombres más libres incluso sin la tiranía de los gadgets electrónicos de hoy. Hombres de carne y hueso, sin las prótesis de Apple adheridas a su cuerpo. Individuos que sudaban  y perseguían ideales, que se abrían paso con machete, pico y pala. Aquellos arqueólogos y aquellos niños que soñaban con ser Indiana Jones en mis años mozos. Ése es el mundo que Dioses, tumbas y sabios nos devuelve.
Es un baño de nostalgia y una punzada honda la que puedes sufrir, lector, al recorrer las historias de los pioneros que desenterraban tumbas y profanaban cámaras del tesoro. Maldiciones, oro a los pies de los sarcófagos, sabiduría en bibliotecas sepultadas por una arena más implacable que el olvido o el fanatismo religioso, todo esto en las páginas de una obra preciosa, ya que debemos atesorarla, protegerla de este mundo y no perder de vista lo que fuimos, y lo que fueron los niños lectores victorianos que leyeron La isla del tesoro, los niños que hacían uso de la imaginación, esa cosa de antes.
Ceram realiza un homenaje entrañable a los héroes que tenían un sueño y lo cumplieron, sin radares, submarinos a control remoto ni computadoras; los arqueólogos que hicieron posible para el hombre moderno la resurrección de Pompeya, Troya , el Valle de los Reyes o Tikal, los últimos románticos.