miércoles, 20 de marzo de 2013
Roma somos nosotros
lunes, 18 de marzo de 2013
Luciérnagas para la eternidad
Supongo que no será muy difícil dar con personas que hayan visto la película de animación japonesa La tumba de las luciérnagas, sobre todo si os movéis en el mundo del anime y la cultura pop japonesa. Y bastantes menos habréis leído la excepcional novela corta de Akiyuki Nosaka. Por favor, conseguidla ya.
Recordaréis la bien cruda historia de dos hermanos que mal sobreviven a los bombardeos atómicos que sufrió Japón en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Y se os habrán quedado en la memoria los dulces personajes del Studio Ghibli - el Disney oriental, perdóname Miyazaki-, castigados por los más terribles afecciones dermatológicas, irritaciones y supuraciones varias. El inocente y reconocible dibujo de Marco o Heidi hecho unos zorros ¿Os imagináis esto en el mundo Disney?
Se retrata el horror y la bestialidad de la guerra desde sus consecuencias, desde sus víctimas, y eso tiene un precio que el espectador paga, por ver lo que somos, lo que hicimos y lo que seguimos haciendo, lo que nos avergüenza como sociedad y como especie. Una obra maestra de la animación que no debería perderse nadie y que podrían atreverse a poner en los colegios para que los niños se enteren de que la guerra de verdad no es el Call of Duty.
El paso siguiente es conseguir el libro de Nosaka y disfrutarlo. Es una inquietante muestra de cómo puede transmitirse el dolor más desgarrado, la barbarie, en belleza, en un logro estético delicado, capaz de hacernos disfrutar de pasajes de lirismo intenso, con toda la contención y la intensidad propias del estilo impresionista japonés, donde pinceladas de ternura se dan la mano con brochazos de sangre y vómito. Y por encima de esa ambigua convivencia del dolor, de la inocencia y lo hermoso, el revoloteo de las luciérnagas, eternas, que es la única, pero poderosa, metáfora de la esperanza a la que podemos asirnos en nuestro viaje al infierno de la guerra.
miércoles, 13 de marzo de 2013
Sobre Dioses, Tumbas y Sabios
El ensayo de Ceram (1949) nos traslada a esa infancia anterior a internet, donde todo nos lo contaban en la tele o los libros pero que, en todo caso, no encontrábamos con un clic del entonces nonato ratón, cuando la wikipedia era una ristra de volúmenes que llamábamos enciclopedia.
Entonces todavía existía la emoción del descubrimiento, había niños que querían ser arqueólogos, zoólogos o paleontólogos; por el misterio, por la falta de medios tecnológicos que hacía de los investigadores de antaño aventureros y en muchos casos héroes, hombres más libres incluso sin la tiranía de los gadgets electrónicos de hoy. Hombres de carne y hueso, sin las prótesis de Apple adheridas a su cuerpo. Individuos que sudaban y perseguían ideales, que se abrían paso con machete, pico y pala. Aquellos arqueólogos y aquellos niños que soñaban con ser Indiana Jones en mis años mozos. Ése es el mundo que Dioses, tumbas y sabios nos devuelve.
Es un baño de nostalgia y una punzada honda la que puedes sufrir, lector, al recorrer las historias de los pioneros que desenterraban tumbas y profanaban cámaras del tesoro. Maldiciones, oro a los pies de los sarcófagos, sabiduría en bibliotecas sepultadas por una arena más implacable que el olvido o el fanatismo religioso, todo esto en las páginas de una obra preciosa, ya que debemos atesorarla, protegerla de este mundo y no perder de vista lo que fuimos, y lo que fueron los niños lectores victorianos que leyeron La isla del tesoro, los niños que hacían uso de la imaginación, esa cosa de antes.
Ceram realiza un homenaje entrañable a los héroes que tenían un sueño y lo cumplieron, sin radares, submarinos a control remoto ni computadoras; los arqueólogos que hicieron posible para el hombre moderno la resurrección de Pompeya, Troya , el Valle de los Reyes o Tikal, los últimos románticos.