lunes, 18 de marzo de 2013

Luciérnagas para la eternidad

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Supongo que no será muy difícil dar con personas que hayan visto la película de animación japonesa La tumba de las luciérnagas, sobre todo si os movéis en el mundo del anime y la cultura pop japonesa. Y bastantes menos habréis leído la excepcional novela corta de Akiyuki Nosaka. Por favor, conseguidla ya.

 Recordaréis la bien cruda historia de dos hermanos que mal sobreviven a los bombardeos atómicos que sufrió Japón en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Y se os habrán quedado en la memoria los dulces personajes del Studio Ghibli  - el Disney oriental, perdóname Miyazaki-, castigados por los más terribles afecciones dermatológicas, irritaciones y supuraciones varias. El inocente y reconocible dibujo de Marco o Heidi hecho unos zorros ¿Os imagináis esto en el mundo Disney? 

Se retrata el horror y la bestialidad de la guerra desde sus consecuencias, desde sus víctimas, y eso tiene un precio que el espectador paga, por ver lo que somos, lo que hicimos y lo que seguimos haciendo, lo que nos avergüenza como sociedad y como especie. Una obra maestra de la animación que no debería perderse nadie y que podrían atreverse a poner en los colegios para que los niños se enteren de que la guerra de verdad no es el Call of Duty.

El paso siguiente es conseguir el libro de Nosaka y disfrutarlo. Es una inquietante muestra de cómo puede transmitirse el dolor más desgarrado, la barbarie, en belleza, en un logro estético delicado, capaz de hacernos disfrutar de pasajes de lirismo intenso, con toda la contención y la intensidad propias del estilo impresionista japonés, donde pinceladas de ternura se dan la mano con brochazos de sangre y vómito. Y por encima de esa ambigua convivencia del dolor, de la inocencia y lo hermoso, el revoloteo de las luciérnagas, eternas, que es la única, pero poderosa, metáfora de la esperanza a la que podemos asirnos en nuestro viaje al infierno de la guerra.

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