viernes, 17 de febrero de 2012

Dudas jurásicas

En su mundo perdido, Conan Doyle nos puede pillar desprevenidos por dos razones. La primera de ellas es, señores, esto no es Sherlock Holmes. El autor se desmelena en pos de un sueño dejando apresuradamente el laboratorio criminológico y desparramando por la mesa de trabajo y el suelo las probetas, los archivos policiales y las muestras. La loca de la casa llama a la puerta y es hora de relajar la rígida y contracturada musculatura cartesiana para ponerse a crear utopías. Nos vamos a una tierra virgen sudamericana, paradisiaca y congelada en el tiempo en busca de seres prehistóricos. Así se iniciaba la serie de novelas del profesor Challenger, contrapunto emocional del flemático Holmes.
Y una segunda, el amor, en tímida incursión, sí, pero el punto de arranque que arrastra al aprendiz de aventurero en pos de hazañas con que ganarse a su dama, desvergonzada señora, como el lector sospecha nada más conocerla. Aventura y amor, más descubrimientos que desafían a la ciencia oficial y ortodoxa de entonces, y lo harían con la de ahora, en esencia igual de rancia.
Recordando mis lecturas infantiles de Verne, don Julio, y habiendo saboreado esta aventura pura, albergo dudas sobre el potencial de Doyle en comparación con el del novelista francés. Presumo en don Arturo un talento superior al de don Julio en el terreno de la ciencia ficción, si hubiera explotado más el género. Necesito releer los viajes de Verne.
Los personajes de Doyle parecen menos planos, más profundos, sin pasarse, porque encajan en el perfil de caballero adinerado, con ansias de reconocimiento y notoriedad, miembro distinguido de la sociedad y socio preferente de clubs y sociedades geográficas y científicas. En fin, trasuntos de Phileas Fogg, pero depurados. Es hora, insisto, de volver al Nautilus o la luna para despejar esas dudas que el traidor recuerdo plantea. 


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